El otro día, cuando asumió el nuevo presidente de Estados Unidos, se produjo un hecho inesperado. Uno de sus colaboradores, el hombre más rico del mundo, dio un discurso y al terminar agradeció a los presentes y levantó con energía el brazo con la palma extendida. Es decir, hizo un saludo nazi. Inmediatamente se dio vuelta y lo volvió a hacer para quienes estaban detrás.
Pero ese no es el hecho inesperado. Se trata de una persona que está recomendando votar a la ultraderecha en Alemania y que tiene antecedentes de acusar a “los judíos” de promover el odio contra los blancos. Una persona así, en el momento que se está haciendo con un espacio importante de poder, es perfectamente razonable esperar que vea reivindicados sus pensamientos y los exprese sin tapujos.
Lo inesperado es lo que vino después. O lo que no vino después. Un montón de gente que habitualmente pone el grito en el cielo ante el menor gesto legible como antisemita eligió no expresarse al respecto.
Algunos fueron más allá. Establecieron que el gesto, recibido con beneplácito por los grupúsculos nazis que pululan en el mundo, no era lo que claramente era. Que en todo caso era accidental, que lo que quiso hacer es saludar, que a quién no le sale un sieg heil cuando saluda a gente.
Otros fueron más lejos. Se pusieron a defender activamente a esta persona, con toda clase de argumentos tirados de los pelos. El peor que vi fue una colección de fotos de gente con el brazo extendido, dando a entender que todos lo hicieron alguna vez.
También vi gente que lo desmentía mostrando fotos de él visitando Auschwitz, a lo que otros recordaban que había sido una jugada de relaciones públicas cuando hizo el comentario antisemita anteriormente citado. Otros mostraban fotos de él con el primer ministro de Israel, suscribiendo la teoría de que quien tiene un amigo judío no puede ser nazi, y entonces los que interpretaron así su gesto son deshonestos.
Estos ejercicios de lectura muestran un gran esfuerzo intelectual para no ver lo que está a la vista de todos. No para interpretarlo, para ponerlo en alguna narrativa o en algún big picture que los demás no estamos viendo, sino para hacer como si no ocurriera.
Conozco bien este efecto. Cuando uno tiene muchas ganas de que las cosas sean de una forma, a veces se convence de que son así por fuera de lo que le dicen sus sentidos. Me pasó cuando tenía muchas ganas de comprar un libro y me convencí de que lo pagué un tercio de lo que, al revisar después el ticket, vi que lo había pagado.
Presencié una de estas alucinaciones colectivas en 2003, cuando asumió el kirchnerismo en Argentina. De pronto muchísima gente se enamoró del nuevo presidente. Lo hizo gran parte de mi generación, que había crecido con la convicción de que no había que creerle a ningún político. No era fruto del inexistente carisma, sino de las ganas de creer. Vi anonadado el fenómeno, sorprendido de que fuera posible y tan fácil. Cuando se dieron cuenta, ya era tarde. Algunos siguen haciendo esfuerzos altamente inverosímiles para sostenerse la mentira.
En estos casos, uno llega a una conclusión y después traza los caminos conceptuales para arribar a ella. Todos somos capaces de hacerlo. El deseo es una fuerza muy poderosa.
En el caso que nos ocupa, las volteretas conceptuales son más notorias cuando vienen de gente que es muy sensible a toda clase de antisemitismo, explícito o escondido. Gente que el último año y medio mostró con mucho mérito el sesgo de muchas personas e instituciones. Gente acostumbrada a interpretar y exponer las posturas ambiguas o silencios de personajes que están en condiciones de saber lo que hacen. Gente a la que, por razones perfectamente atendibles, les sale natural señalar cuando alguien tiene algo en común con los nazis. De pronto mucha gente así eligió callarse o aplaudir.
¿Por qué lo hicieron? Voy a hacer mi propio ejercicio de lectura. Creo que hay distintas causas posibles. Una es que tienen muchas ganas de creer. Se aferran a que esta presidencia que empieza puede ayudar a terminar de una vez por todas con la guerra espantosa que tienen hace un año y medio, y también a que vuelvan los rehenes. Entonces se ilusionan y no quieren que nada les pinche la burbuja.
Otra posibilidad es que no se ilusionan tanto, pero saben que esta gente entrante es muy sensible y cambiante, y no tienen ganas de caerles mal. Lo raro en este caso es la uniformidad en el mensaje de “este señor es bueno y si sus ojos dicen otra cosa, sus ojos mienten”. Pero puede ser un cálculo de gente cansada de muchas guerras.
También es posible que sea por miedo, porque saben el poder que tiene esta gente y no quieren ponérsela en contra. Es parecido a lo anterior, no exactamente igual. Y si tienen ese miedo es por el uso arbitrario de ese poder, que el nuevo presidente siempre dice que quiere hacer, y es justamente una de las cosas que emparentan a este grupo con los nazis.
Puede ocurrir, además, que no estén siendo honestos con sí mismos y vean las cosas en términos de “este tipo es aliado nuestro, lo vamos a apoyar incondicionalmente”. Entonces apoyan, aplauden y atacan a los que contradicen ese mensaje. Es, repito, entendible cuando uno está en guerra, lo que no invalida notarlo.
Esta última posibilidad la veo desde que tengo memoria en muchísima gente de izquierda, que tiene un discurso sobre la importancia de los derechos humanos, se enfoca en los crímenes de lesa humanidad y al mismo tiempo defiende al castrismo y al chavismo, sin vergüenza y desde una superioridad moral que se arrogan solitos.
Pero tengo malas noticias. Ser nazi no implica necesariamente estar en contra de los judíos en todo momento. ¿Cómo digo semejante cosa? Porque usamos una definición amplia de lo que es ser nazi.
He visto muchas veces calificar al grupo terrorista Hamas como nazis. En el concepto amplio no es problema, porque coinciden en lo importante. Pero técnicamente los de Hamas no piensan que la raza aria es superior a las otras. Si lo miramos de esa forma obtusa, no podrían ser nazis.
Así que vamos al concepto amplio. En lo que a mí respecta, lo importante es si piensan que una persona es superior a otra por razones no individuales. Es decir, si se piensa que los blancos son mejores que los negros, que los negros son mejores que los blancos, que los judíos son inferiores a los demás, que los homosexuales deben ser tirados a un precipicio, que las mujeres deben obedecer a los hombres. Lo importante es si es gente dispuesta a perseguir, encarcelar o matar a personas por cumplir algún requisito general, no por haber cometido un crimen debidamente juzgado. Si piensan así, no son suficientemente distintos de los nazis como para que valga la pena entrar en detalles.
¿Y si uno solamente hace un saludo nazi? ¿Eso lo hace nazi? No necesariamente, eso lo determinan su pensamiento y sus acciones. Hay unas cuantas acciones que dan para pensar eso. También hay acciones que apuntan en otra dirección.
Es perfectamente razonable sospechar que se mueve por intereses particulares, va cambiando de aliados según le convenga y está envalentonado con ciertas cosas. También es razonable interpretar que el gesto que hizo fue una muestra de poder e impunidad, cuya confirmación es estas reacciones de las que nos ocupamos. También puede ser simplemente una provocación, un chiste de su acostumbrado nivel de humor, o un intento de hacer un gesto cazabobos para ver quién pisa el palito, o para distraer de otras cosas. El gesto en sí mismo podría no significar nada.
Lo que sí significa algo es la reacción que generó. Es inverosímil sostener que ese gesto no es deliberadamente un saludo nazi. Para interpretarlo, aun benévolamente, no es necesario mentir. Y sobre todo, no es necesario mentirse.