Me gusta la sede vacante. Es el momento más horizontal de una iglesia poderosa con estructura verticalista. Implementan un gobierno parlamentario para llevar el día a día. Después se reúnen a elegir un líder que requiere dos tercios de los votos. Tal vez, si pueden alcanzar esos consensos, no hace falta un líder.
Su pensamiento lo requiere. Hay alguien que tiene que ser el que toma las decisiones, el que se acata, el que representa. Pero un líder no tiene autoridad sólo porque se lo invistió. Se debe ganar crédito entre sus ex pares, entre los que profesan su fe y, por qué no, también entre los que no. Por eso en el instante que un papa es elegido, empieza una performance.
Por algún motivo, sin ser católico, me atraen los rituales del cónclave (también me atraen los encierros de San Fermín sin ser toro). Presto mucha más atención que la que supondría. Como consecuencia, aprendí algunas de las costumbres de esos momentos. Lo que más me intriga es la velocidad con la que el nuevo papa suele ponerse en personaje.
Porque los papas, como todos los políticos, son actores. No es una descripción despectiva, sino una realidad de su rol. No sólo tienen que decir lo que corresponda, también tienen que proyectar una imagen, hacer que en la imaginación de los que miran se componga una persona con determinadas características.
Lo interesante de los papas es que vienen actuando otro personaje. Antes del cónclave no necesariamente piensan que van a ser papas, y aunque puedan fantasear con esa posibilidad no es lo mismo cuando se concreta. Es el momento en el que se levanta el telón y tienen que tener el personaje listo.
Eso es lo que los diferencia de los presidentes. En general, tienen un tiempo para construir el personaje. Hay una campaña de meses o años en la que lo hacen. Y si el presidente real no se parece al de la campaña, hay un período de transición en el que pueden madurar cómo manejar la imagen.
Otros casos, como el ascenso de Lyndon Johnson, son más comparables. Robert Caro dedica muchas páginas a todo lo que hizo después de que vio el impacto del disparo en el cráneo de Kennedy. Sabía que, por un lado, tenía que proyectar control, tranquilidad y respeto. Y también sabía que no sólo era su oportunidad para ser presidente e implementar su agenda, sino que el duelo le daba más chances de llevarla a cabo, pero sólo si lo manejaba bien.
(Caro también dedica un par de páginas a la posibilidad de que Johnson estuviera implicado en alguna conspiración para matar a Kennedy. Muestra cómo eso era un pensamiento contemporáneo, cómo lo neutralizó y cómo fue resurgiendo con los años. Y también menciona que, en su minuciosa lectura de los documentos de Johnson, no hay nada que haga pensar que participó de ninguna conspiración. Y si Robert Caro dice que lo miró con detenimiento, créanle que miró todo.)
A diferencia del presidente, el papa tiene que crear un personaje nuevo. Los primeros minutos de un papado son cruciales para crear el tono definitivo. Necesitan crear su propio papa, con características particulares, suficientemente diferenciadas de su antecesor, y al mismo tiempo respetuosas de él. De pronto, todo lo que hagan tiene un significado que se amplifica y analiza en todas sus ramificaciones. Deben saberlo y actuar en consecuencia.
El momento de creación del personaje es cuando se establece que ganó la elección y acepta el cargo. Ahí se transforma: no es más cardenal, es el líder indiscutido de los que minutos antes eran sus iguales. Todos lo miran. Es el momento de la revelación.
Robert Caro, de nuevo, dice en todas las entrevistas que el poder revela. Cuando una persona se hace de poder, sobre todo cuando no queda escalón más alto que alcanzar, se ve cuáles son sus intenciones, que tal vez suprimió toda la vida para poder tener la posibilidad de llegar a ese poder. Cuando alguien es ungido papa, empieza el camino para hacer lo que sea que siempre quiso hacer en caso de tener la chance. Los movimientos que haga van hacia ese objetivo, y todos querrán descifrarlos.
El primer indicio de las intenciones es el nombre que elige para su personaje. Me da un poco de bronca que estoy hablando de que hace un personaje y lo primero que hace es ponerle un nombre. Es hasta inelegante por lo fácil. Pero es la realidad: se pone un nombre que dice algo sobre el personaje que va a hacer, exactamente como hace un guionista.
El nombre no es elegido al azar, sino por el mensaje que dé. Si el próximo papa se pone Francisco II, estará haciendo referencia a que quiere continuar la obra y dirección del anterior. Si, en cambio, se pone Clemente XV, será inevitable invocar al último Clemente, que suprimió la orden de los jesuitas, de la que formaba parte el papa recientemente fallecido.
Por eso los nombres se suelen repetir por épocas. Hasta la mitad del siglo XX, eran casi todos Píos, con intermitencias pero se pasó del VI al XII en 140 años. Cada uno habrá tenido motivos para continuar el Pío o volver a él. Y los que vinieron después tienen otros motivos para no haberlos usado más. Si el nuevo es Pío XIII, indicará una preferencia por volver a la época preconciliar, y por eso es poco probable.
El sucesor del último Pío hizo un cambio radical, eligió un nombre que no se usaba desde hacía como seiscientos años y estableció un tono nuevo. Se diferenció de su antecesor en muchos aspectos, desde sonreír a las cámaras hasta convocar a un concilio para modernizar una iglesia que seguía dando misas en latín.
Del mismo modo, cuando eligieron a Wojtyła después de que Juan Pablo I muriera al mes de iniciar su papado, ya era rupturista ser un papa polaco, lo más prudente era dar una señal de continuidad y ponerse Juan Pablo II. Casi que no podía hacer otra cosa.
El último papa asumió el personaje con una naturalidad admirable. Eligió un nombre nunca usado de un santo que evocaba humildad. Y los gestos inmediatos también fueron en esa dirección: salir con traje sencillo, sólo el blanco, sin la pompa de papas anteriores, pedir que la multitud rezara por él en lugar de al revés (no sé qué tiene de humilde pero se percibe así, y eso es lo importante), ir con las cámaras a pagar la cuenta del hotel donde se alojó como cardenal.
Con eso fue suficiente. La imagen se construyó a partir de esas señales: se trataba de un papa austero y rupturista. A partir de ahí en todo el mundo amplificó ese personaje, sin que el papa tuviera que ocuparse.
Ése es el secreto de los personajes: uno se crea la imagen, después se puede hacer lo que uno quiera, y los demás se encargarán de hacerlo encajar con la imagen inicial. Es casi mágico. Después el sumo pontífice podía estar en el chiquitaje de ejercer como líder del peronismo en el exilio, o podía defender a toda clase de terroristas, como los islámicos que entraron a la redacción de una revista de humor y mataron a los que encontraron. Nada de eso afectó su imagen, porque ya estaba construida.
Tal vez por eso me gusta la sede vacante. Es el momento en el que se retira una imagen, con sus últimos gestos previstos por el mismo papa para proyectarla en su funeral, y todavía no hay una que la reemplace.
Luego los cardenales se reúnen en la capilla Sixtina, que está llena de pinturas de distintos personajes cuyas imágenes se venera, y eligen a quién encomendar la creación de uno nuevo.