“No me gusta escribir, me gusta haber escrito”.
Le escuché esa frase a varias personas. Escritores en la mayoría de los casos. Entiendo a qué se refieren. Pero no me pasa. A mí sí me gusta escribir.
Disfrutar haber escrito es una forma de satisfacción creativa: cuando vemos que donde no había nada hay algo que creamos nosotros, que nos gusta y que de no ser por nuestra acción no existiría. Cuando sale bien algo creativo genera orgullo y sensación de omnipotencia. Y si, encima, les gusta a los demás, el combo es completo.
La hoja en blanco, por el contrario, puede intimidar, porque está llena de posibilidades. Todos los caminos están abiertos, es momento de elegir uno solo. ¿Será adecuado? ¿Será mejor que las alternativas? Sólo se puede saber andándolo. A veces hay que volver a cero, pero no se vuelve del todo: tenemos la experiencia, como mínimo hay caminos que sabemos que no tomaremos.
Lo lindo de la hoja en blanco es también que está llena de posibilidades. Son oportunidades para actos creativos que todavía no ocurrieron pero pueden, si uno tiene oficio, aparecer.
Cuando sé qué voy a escribir, la hoja en blanco no me genera mucha ansiedad. Puedo tener algunos momentos de duda de cómo arrancar, qué palabras exactas usar para iniciar la escritura, aunque no necesariamente el texto final. Conviene empezar con una frase contundente, que atraiga la atención de los lectores. Si la tengo de antes, genial, es cuestión de continuar a partir de ella. Si no la tengo, puedo dar vueltas antes de escribir o empezar de cualquier manera. Muchas veces esa frase aparece durante el texto, y es cuestión de trasplantarla al principio, nadie tiene por qué enterarse de que no siempre estuvo ahí.
Entonces, cuando sé de antemano lo que voy a escribir, o cuando ya tomé envión y estoy escribiendo algo, le doy para adelante. La escritura avanza, a veces con interrupciones momentáneas, a veces avanzo un poco y me doy cuenta de que no vale la pena.
Con el envión, lo que no permito es el automatismo. Me tomo el trabajo de pensar cada palabra, cada frase. Porque la creatividad puede ocurrir en cualquier momento.
Hay momentos de creación y momentos de construcción. No sirve para nada tener una idea si no la llevamos a cabo. Concretarla puede ser arduo: es trabajo de albañil, no de arquitecto. La frase de haber escrito se refiere a esa parte.
Es incluso posible que la creación y la construcción no se den en la misma persona. Tiene pros y contras, sin tener nada de malo en sí mismo. Ser ghostwriter no es un trabajo fácil. Requiere manejar la voz de otro, plasmar en un texto lo que otra persona tiene en la cabeza. Es una forma de traducir, y la traducción perfecta es casi imposible.
La construcción es un trabajo mecánico, que vale la pena hacer porque nunca sabemos cuándo se producirá un momento de creación. A veces la misma construcción, el oficio, ilumina el camino. Hay textos que se escriben solos si les dejamos ser lo que quieren ser. A veces para lograrlo hay que sacrificar lo que queríamos que fueran. Eso es una decisión creativa, que necesita el coraje de subordinarse al texto: hacer a propósito lo que salió sin que nos diéramos cuenta.
Un texto puede cambiar en cualquier etapa de la escritura. La segunda mitad puede hacer que la primera necesite repensarse. Una frase puede resignificar a las anteriores. Una lectura posterior puede habilitar una reescritura donde todo sea mucho más claro. En general sin esa primera versión no podemos ver eso. A esto se refieren los que hablan de que “escribir es reescribir”.
Llega un momento en el que hay que dar por finalizado el texto. Otra frase que vi varias veces es “los libros no se terminan, se abandonan”. Si esperamos a que esté todo absolutamente perfecto, sin que surja ningún cambio, ese momento no llega nunca. Conviene darle un punto final con la actitud de “la persona que soy hoy considera que esto está bien así”.
Para llegar a esa decisión muchas veces ayuda tener una fecha de entrega. Pero siempre es necesario tomar esa decisión, más allá de cualquier factor externo. Si un texto se publica, sale como nos parecía bien en el momento de darlo por terminado. Después siempre se puede hacer una edición nueva. Entiendo lo que motiva a George Lucas.
Pero eso no significa que el texto se muere cuando lo damos por terminado. Si leo algo que escribí hace mucho, aunque esté publicado, aunque me haya traído muchas satisfacciones, aunque todos me lo elogien, siempre encuentro algo que cambiar, alguna pequeña mejora que se le puede hacer, alguna rebaba que limar.
Entonces lo de haber escrito no aplica, porque nunca no estoy escribiendo.
Por suerte, me gusta escribir.
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Aprovecho para incluir el único texto que nunca sentí la necesidad de reescribir, salió redondito en el primer intento. Está en mi primer libro, titulado Léame, y lo único que le hicimos fue agregarle una negrita.
Autodescripción
Este texto comienza narrando su propio comienzo. Una vez que lo hace, intenta continuar, y lo consigue. Para hacerlo, habla de la continuación, y no se vuelve a mencionar el arranque hasta poco después, pero es sólo una referencia tangencial.
Sin embargo, no se limita a eso. El texto continúa hablando de sí mismo en tercera persona. Incluso habla de la manera en la que se refiere a sí mismo. Pero en realidad no “habla”, sino que “dice”, así que debe corregirse por más que asume que el lector entiende lo que quiere significar.
Luego procede a implicar la inteligencia del lector, del que se espera que sepa leer algo que no está escrito. Pero después se le explica lo que debía interpretar, de modo de no perder rigurosidad.
Más tarde, el texto comienza a referirse a sí mismo con cierto atraso. Describe secuencias que pasaron, las explica y reflexiona sobre esas explicaciones. El objeto del texto y el texto, que se supone que son lo mismo, quedan desfasados. Luego se produce un sinceramiento de ese desfasaje, y el texto vuelve a sincronizarse con sí mismo. Eso ocurre exactamente aquí.
El texto, entonces, continúa luego del ajuste. Acumula más referencias a sí mismo, que son consistentes con el resto del texto, pues se trata de eso. Las frases describen su propio significado, para que no sea necesario volver a cada una de ellas. Así, el texto se libera y puede mirar hacia adelante, aunque es una metáfora.
Se acerca el final. El texto lo reconoce, y empieza a prepararse. También prepara al lector. No le queda mucho para decir, pero por lo menos pretende mantener la sincronía. De todos modos, no puede evitar preguntarse qué traerá el futuro, qué hay en el espacio en blanco que inevitablemente viene después del último punto.