Cuando, hace un par de años, un influencer africano compró Twitter y le cambió el nombre, explicó que era el primer paso para convertirla en una aplicación que permitiera hacer todo. Es decir, que no se necesitara ninguna otra para cualquier menester. No se sabe si a mucha gente le resultaría atractiva esa propuesta. O, mejor dicho, sí se sabe, porque la aplicación para todo ya existe, y se llama WhatsApp.
Lo que empezó como una innovación para ahorrar en SMS pasó a abarcar muchísimos aspectos de la vida cotidiana: llamadas, videollamadas, intercambio de documentos, comercio, reuniones de trabajo o de consorcio, distribución de videos o memes, localización de personas. Muchísimas cosas se pueden hacer a través del WhatsApp, y culturas enteras lo han adoptado como medio de comunicación imprescindible.
Nunca me hizo mucha gracia lo libre que se sentía la aplicación para apropiarse del teléfono, manejarlo y ocupar todo el espacio. Lo desinstalé e intenté manejarme sin él. Resistí un tiempo largo pero hace más de diez años se volvió insostenible y tuve que claudicar.
Mi amigo Alejandro, en tanto, sigue sin tenerlo. Está dispuesto a pagar un costo muy alto: una gran parte de la sociedad decide que no puede comunicarse con él (a mí también me pasa: para llegar a él tengo que recurrir a medios menos habituales, y me fastidia). A él no le importa. Vive su vida a su manera, y lo admiro por eso.
Otras personas no están en condiciones de prescindir del WhatsApp. Demasiados aspectos de la vida pasan por ahí. Para mucha gente es una herramienta fundamental de trabajo, o es una forma imprescindible de comunicarse con gente cercana. Hace mucho que dejó de ser opcional, y por eso este texto dejará de mayusculizarlo.
Reemplazó a las llamadas telefónicas de una forma tan completa que cuando recibimos una llamada (que probablemente sea vía whatsapp) es fácil asustarse: algo grave requiere mi atención ahora mismo. Se sabe que es de buenos modales preguntar o advertir antes de llamar para evitar la zozobra.
El whatsapp se impuso porque es muy útil, versátil y fácil de usar. Puede hacer cosas que treinta años atrás eran inverosímiles, como enviar una foto que sea recibida al instante, o enviar la locación en vivo para que se sepa dónde estamos. La gente usa esas funciones, porque es suficientemente intuitivo como para que cualquiera pueda darse cuenta de cómo hacer.
El triunfo cultural de este software nos trajo el problema de los audios. Es natural que una aplicación de mensajes que funciona vía internet vaya más allá del texto y ofrezca opciones. Una es enviar “notas de voz”, que permiten comunicarse sin escribir. Es de utilidad para decir algo que requiera un tono exacto, para mostrar lo que se oye en un lugar, para hablar con alguien que no sabe leer, para ser el equivalente del mensaje en contestador automático.
La facilidad de uso es la gran ventaja, y el problema. Mucha gente toma la posibilidad de enviar audio como lo más natural del mundo. Aprieta, habla y no tiene que pensar más. No hay que frenar para tipear, ni nada. La interrupción es mínima, y el interlocutor recibirá exactamente lo que dijimos.
Cuando el teléfono era la única forma de comunicación instantánea, las llamadas costaban plata. Y el que pagaba era el que llamaba. Recibir era gratis, porque uno no elegía que lo llamaran, ni cuándo, ni cuánto tiempo. El interés del que llamaba estaba alineado con hacer la comunicación lo más rápida posible.
El audio invierte esa carga. El costo de un audio no lo paga el que lo envía, sino el que recibe, con su tiempo. Sobre todo si hay una relación de poder en el medio: si un jefe manda un audio de cuatro minutos, aunque pueda resumirse en dos palabras, hay que escuchar los cuatro minutos.
Escribir implica un mínimo de redacción. Hacerse entender por escrito requiere algo de pensamiento. Si el que envía se toma el trabajo de escribir, la probabilidad es que la comunicación sea más rápida y eficiente.
Por eso, el uso indiscriminado de los audios implica un abuso: quien envía lo hace a su conveniencia, y quien recibe, en lugar de leer a su propio ritmo, o incluso tener claro con un golpe de vista lo que se le quiere decir, deberá escuchar todo lo que demore el mensaje. Es decir que el tiempo que se ahorra el emisor al hablar, es tiempo que tiene que usar el receptor para escuchar.
Mandar un audio es casi siempre un acto egoísta. No siempre. Y en general no lo hacen de malos, es simplemente una costumbre que mucha gente adoptó por fácil sin pensarlo más. Y cuando no hay ningún incentivo para ser considerado con el otro, no lo vuelven a pensar: ya no es su problema.
Entonces se produce el audio reflejo. Mucha gente presiona el micrófono y después piensa, entonces el audio arranca con “eeeehhhhh”, y escuchamos toda la cadena mental que debió haber terminado en algo corto escrito. En el mejor de los casos. También hay gente que va de tema en tema sin que se sepa dónde quiere llegar ni si quiere llegar a algo, gente que manda por audio listas de cosas para hacer (lo que obliga a escuchar varias veces o desgrabar), gente que usa una parte del audio para explicar por qué manda un audio (“así es más fácil”), gente que en medio del audio dice “escuchalo cuando puedas”, gente que manda audios de un segundo para decir “ok”, gente que manda audios de tres minutos para decir “ok”.
Una vez recibí un audio que decía “uy, me tocaron el timbre, ahí te mando otro mensaje”. Capaz que un neurocientífico puede reconstruir cómo funciona la mente humana a través de las formas de mensajes que manda la gente. Pero los que no somos neurocientíficos preferimos perder el tiempo por cuenta propia.
Hay una solución muy fácil para este problema: setear que no nos puedan mandar audios. Que, cuando están en el chat con nosotros, el ícono del micrófono no les aparezca, del mismo modo que hay grupos donde sólo algunos pueden escribir. De esta manera los audios serán consensuados, y se podrá elegir a quién permitimos que nos mande audio y a quién no.
Es una solución tan obvia y elegante que no hay forma de que no se les haya ocurrido a los responsables del whatsapp. Dicho de otro modo, el hecho de que este seteo no existe es claramente a propósito. Es un software en continuo desarrollo que bastante seguido anuncia nuevas posibilidades. Siempre espero que venga esta forma de libertad, en su lugar lo nuevo suele ser “ahora podés mandar emojis animados”.
Las autoridades del whatsapp nos tiraron algunas formas de atenuar el problema. Se puede acelerar los audios, de forma tal de perder hasta la mitad del tiempo si se llega a entender. También se puede transcribirlos, que en mi experiencia no funciona muy bien y hace volver al audio a ver qué quisieron decir, lo que implica perder más tiempo (también debe servir para entrenar a algún regurgitador digital). Ninguno de estos métodos es satisfactorio. Son parches que no serían necesarios si estuviera la opción de no recibirlos.
Otro de los males del whatsapp, los grupos compulsivos, tiene solución dentro del sistema: se puede configurar que no cualquiera pueda agregarnos sin autorización a grupos. Está mal implementado (sospecho que también a propósito) porque no es directa la opción más simple de autorizar a determinadas personas y ya. Pero por lo menos existe.
Nos enfrentamos, entonces, a un mundo en el que el audio es una realidad, y a una sociedad en la que es normal y aceptado enviar y recibir audios. ¿Qué podemos hacer si no queremos someternos? Sugerencias como “no escuches los audios” o “no uses whatsapp” no son realistas. Hay algunas tácticas que se pueden aplicar:
Demorar la escucha de audios, tal vez horas o días, al mismo tiempo que no se demora la respuesta a textos.
Pedir que en vez de audio manden texto. Es más eficaz cuando el otro necesita algo de nosotros.
Pedir cierta información por escrito, por ejemplo para evitar tener que desgrabar.
Decir que no se oye bien, pedir que repitan, tal vez varias veces.
Promover los sistemas de dictado que incluyen algunos teclados, que cuando andan bien permiten hablar y que salga texto: win-win.
Ninguna de estas tácticas es satisfactoria, ni siempre efectiva. La ilusión de algunas es entrenar a las personas para que desarrollen el hábito de no mandarnos audios. Pero es difícil porque están acostumbradísimos.
El audio de whatsapp nos hace enfrentar a la adversidad. Forja nuestro carácter a través de las experiencias negativas, como hacía antes el servicio militar y hoy el CBC. Pero convengamos que la función del whatsapp es facilitar las comunicaciones, no hacernos hombres.
No es impensable que podamos domar a alguna persona, incluso a muchas, pero nunca lo lograremos con todas. El problema sigue existiendo, y no hay perspectiva de que desaparezca. En un punto hay que resignarse a lo que no debería ser pero es. Es una batalla perdida.
Pero me niego a resignarme por completo. Pese a todo, quiero creer en la humanidad. Se puede encontrar una solución. Y la solución debe venir del mercado. Es necesario que existan alternativas al whatsapp, que tengan flexibilidad para enviar y para recibir.
Esas alternativas existen. Una de ellas es Signal, que no sé si permite evitar los audios pero es competencia, para no estar a merced de un sistema dominante. La tengo instalada, porque no quiero obligar a nadie a usar el whatsapp. Y si bien nunca nadie me contactó por ahí, no pierdo las esperanzas.