“En la Nación Argentina no hay esclavos”, clama con orgullo nuestra constitución. Ese pasaje está redactado en forma refrescantemente clara, que no deja dudas de lo que quiere significar. Es una lástima que la afirmación sea errónea.
El pasaje se refiere a la figura legal de la esclavitud. Desde ese punto de vista, no tenemos esclavos desde 1853. Siempre existen casos de explotación, o de gente que literalmente es esclavizada por otros. Son violaciones a la ley, y existen los instrumentos para combatirlas.
Los esclavos que sí hay en la nación argentina son otros. Para explorarlos quiero remitirme, como es lógico, al imperio romano.
Esta civilización, que es una de las raíces de la nuestra, tenía a la esclavitud como una institución fundamental, al igual que casi todas hasta hace un par de siglos. Había alguna gente que era considerada inferior a otra, era natural.
En general, los factores individuales no tenían que ver con la condición de esclavo: podía originarse, por ejemplo, al ser hijo de esclavos, o prisionero de guerra. Una vez esclavo, las personas eran propiedad de alguien, y podían ser compradas o vendidas sin grandes sorpresas ni objeciones.
Suele pensarse a la esclavitud como mano de obra no especialmente jerarquizada, gente deliberadamente sometida al analfabetismo, capacitada sólo para cosechar algodón y procrear futuras generaciones de esclavos. Sin embargo, en el imperio romano había médicos que eran esclavos.
Hay muchos documentales que hablan sobre la vida cotidiana ahí. En este sobre Herculano muestran una de las casas más lujosas excavadas en esa ciudad, y la documentación que prueba que su dueño era un ciudadano ex esclavo. También vemos documentos sobre un juicio que una esclava hizo en el que fundamentaba que no debía serlo. El presentador concluye que, aunque no sepamos cómo se resolvió, significa que un esclavo no carecía del derecho a presentarse ante la Justicia.
Resulta que había una forma de movilidad social. Uno podía ser esclavo y conseguir la libertad. Una vez libre, podía aspirar a ser ciudadano. Los ciudadanos podían votar y formar parte de la vida pública. Y serlo no estaba vedado a nadie por su origen.
No quiero pintarlo como algo muy glamoroso. La esclavitud incluía sometimiento y tortura, y no sé qué tan frecuente era que los esclavos fueran liberados. Lo interesante es que era posible y no hipotético: sabemos de casos en los que ocurrió.
En nuestras sociedades todas las personas que cumplen cierta edad son automáticamente ciudadanos. Está en nosotros decidir el destino de nuestros países a través del voto y otras acciones cívicas. Quienes aspiran a gobernar necesitan persuadir a un número suficiente de nosotros.
Es concebible que antes de permitírsenos votar tuviéramos que dar un examen para ver si entendemos de qué se trata, cuáles son las instituciones de nuestra sociedad: si tenemos los conocimientos básicos para ser ciudadanos. Podemos llamarlo voto calificado y es un concepto tentador: sólo vota quien entiende lo que hace.
La razón por la que no es buena idea es quién decide. Es la puerta de entrada a que los gobernantes elijan a sus votantes, y no al revés. Los requisitos pueden ser básicos y objetivos, y gradualmente cambiar a arbitrarios. Imaginemos una comisión integrada por gente inobjetable como Estela de Carlotto con potestad para decidir si uno vota o no.
En el sur de Estados Unidos tests como estos eran parte de las artimañas para excluir de los padrones a los descendientes de esclavos. Aunque contestaran todo bien, su suerte estaba en manos de algún funcionario no descendiente de esclavos que decidía. Y siempre decidía que negros no.
Cuando imponemos que hay una parte de la sociedad que es inferior a otra, siempre estamos cometiendo una injusticia. Es bueno que la ley nos asuma iguales, y delegue en cada uno de nosotros la responsabilidad de ser libres.
Sin embargo, hay gente que no quiere ser libre. Hay gente que teme a las responsabilidades que implica su propia libertad. Que no quiere hacerse cargo de sí misma, o no se cree capaz de hacerlo.
Esta gente suele refugiarse en estructuras que les permiten existir sin ser puestos a prueba. Suelen delegar sus decisiones en otros, y trabajan para convencerse de que esas decisiones ajenas son buenas para ellos.
Son personas que no sólo obedecen, sino que tienen la pulsión de obedecer, y no conciben otro modo de vida. Cuando alguien cercano protesta, o se rebela, lo combaten, porque trastoca su visión del mundo.
En Birth of a Nation (1915) hay una escena idílica en la que los esclavos almuerzan muy contentos con su amo, seguros cada uno de su lugar en la sociedad. La película lo presenta no sólo como algo bueno sino como el orden natural, pasando por alto que es a la fuerza. Pero es perfectamente concebible que escenas así hayan existido más o menos voluntariamente: la estructura otorga la paz de no tener que tomar decisiones.
Un esclavo, que fue criado como tal, puede sentir que ése es su lugar, nunca cuestionarlo, incluso concebiblemente podría ser feliz en esa vida. Esta persona hipotética podría no entender por qué el esclavo de al lado se queja de los latigazos.
Nadie es libre porque lo dice la ley. La ley nos puede dar libertad externa, pero la libertad interna sólo nos la podemos dar nosotros mismos. Implica riesgos, y hay gente que le tiene tanto miedo a los riesgos que está dispuesta a renunciar a su propia libertad.
El problema es que, como la ley nos considera libres, el destino de un país está también en sus manos. ¿A quién van a votar: a los que propician la libertad individual, o a los que mejor les hablan a sus miedos? Si la gente busca protección por sobre todas las cosas (puede ser, por ejemplo, económica o de seguridad personal), los incentivos de los gobernantes apuntan hacia ahí.
Hay algunos que, al ver parcialmente esta situación, proponen que quienes reciben planes sociales, es decir subsidios del resto de la sociedad, no voten. Pero eso sería crear de nuevo un sistema de gente superior e inferior. También está la pregunta de cuál es el límite: muchos de los que piensan esto no creen que su subsidio al transporte o a la energía cuente como motivo para no votar.
El problema es otro. La gente libre no forma parte de una clase social específica. Vienen de todos los estratos, de todos los orígenes. Hay gente libre que se crió junto a gente no libre, compartiendo todo su contexto. Hay gente exitosa que no es libre, y gente libre que no es exitosa.
A veces pienso que hay una forma de eliminar a la gente no libre de las decisiones que nos competen a todos. Podríamos inventar un sistema en el que cada persona, voluntariamente, pudiera renunciar a la libertad que de todos modos siente ajena.
Sería más o menos así: uno se anota en un programa que le garantiza un ingreso por encima de la línea de pobreza a cambio de renunciar a sus privilegios de ciudadanía. Puede trabajar igual que cualquier otro, viajar, disfrutar ese privilegio como le plazca. Pero no forma parte de la conversación nacional. Queda fuera del padrón electoral, no asiste a marchas, protestas ni nada parecido. Nos hacemos cargo de ellos, y ellos se apartan de las decisiones colectivas.
El sistema debe ser voluntario y fácilmente reversible. En cualquier momento, uno puede decidir volver a ser libre y retomar plenas facultades.
Tal vez, si sólo la gente libre votara, las opciones serían mejores. Los incentivos serían otros, la sociedad podría concentrarse en su propia libertad y prosperidad. En efecto, estaríamos comprando el silencio de elementos que estorban.
Sé por qué no funcionaría. Aun si se implementara, y si se implementara bien, implicaría para ellos un acto imperdonable de libertad: reconocerse y declararse no libres. Creo que nunca lo harían. Lo último que quiere hacer la gente no libre es afirmaciones tan tajantes.
Pero justamente, esa posibilidad interpela. Aun si no lo quisieran reconocer, el hecho de existir la pregunta puede generar algún flujo que desemboque en conciencia de, al menos, la posibilidad de libertad interna. Y, quién sabe, tal vez algunos pueden vencer sus impulsos y animarse, a propósito, a ser libres.