“Cualquier pelotudo tiene un blog” dijo José Pablo Feinmann, un filósofo especializado en equivocarse, en la época en que se había popularizado esa forma de publicar. Describía despectivamente su mayor virtud: si cualquier pelotudo puede, significa que está al alcance de todos. Cualquiera puede publicar sus ideas sin necesidad de grandes gastos, o acuerdos comerciales, o consideraciones técnicas.
De esta manera, las ideas con algún mérito tendrán más posibilidades de ser vistas por otras personas. Competirán con las otras en cierta igualdad de condiciones. La difusión puede depender de recursos que uno ponga, pero muchas veces, al ser fácil, cuando algo resuena con el público se difunde solo, sin mayores esfuerzos.
Esa apertura es el poder de la internet. Es el gran igualador. Es el espíritu que tiene la red desde sus orígenes en los ’60 o ’70: no hay una autoridad central, cualquiera puede conectar su servidor y usar el protocolo para hablar con otros servidores. No interesa la distancia, ni qué máquina es. Con que bajo el capot hable el mismo idioma es suficiente para estar conectado.
La red se usaba mucho en universidades, sobre todo por gente técnica que hablaba de lo que interesa a gente técnica. Ellos disfrutaron de la horizontalidad de la internet desde siempre. El potencial estaba. El desafío era incorporar a otra gente, que no tiene por qué tener pericia técnica en estos aspectos, para formar parte de la conversación y hacerla verdaderamente global.
Siempre ocurre que cuando viene gente nueva genere resistencia en quienes están acostumbrados a las cosas como son. Ocurrió también cuando, luego de la creación de la world wide web, en los ’90, no paró de aparecer gente que no compartía los códigos sociales, lo que es inevitablemente disruptivo.
Esta gente compraba un servicio y no tenía que molestarse en saber qué había bajo el capot. De modo que la creación de nuevas herramientas, cada vez más fáciles o transparentes, se volvió campo fértil.
Algunas de estas herramientas cumplían funciones similares a otras que ya existían, y no eran necesariamente mejores. Pero eran más accesibles, y por lo tanto atraían a más personas. Existían (y deben seguir existiendo) los newsgroups, que eran una red de foros temáticos, sin un servidor principal ni autoridades definidas, donde uno podía hablar sobre cualquier tema. Gran parte de la cultura online, lo bueno y lo malo, tiene su origen ahí.
Con el tiempo, fueron reemplazados por los foros web, que son menos funcionales, centralizados, administrados muchas veces por una sola persona, que corren el riesgo de dejar de existir cuando al dueño se le antoje. Son todas desventajas con respecto a los newsgroups, salvo que ahí está la gente con la que uno quiere conversar.
A medida que se popularizó la web fueron surgiendo herramientas que facilitaban cada vez más la publicación. Dejó de ser necesario tener un servidor, luego dejó de ser necesario pagar un servidor. Uno podía crear una página web usando el lenguaje HTML, o herramientas más intuitivas. Luego aparecieron servicios que permitieron prescindir de esas herramientas. Los blogs no son otra cosa que hacer fácil la publicación frecuente. Formas menos automáticas de lo mismo existían desde mucho tiempo antes.
Los blogs concentraron la publicación masiva en un puñado de servicios, como Blogger. La lectura era abierta, independiente del navegador que uno usara. El auge de los blogs se debió a esa facilidad: en un par de minutos uno podía estar publicando, sin que fuera necesario preocuparse por el diseño y la programación: al alcance de “cualquier pelotudo”.
Uno pensaría que no hace falta aclarar que lo que uno publique no tiene más o menos mérito por la facilidad de hacerlo. La presencia de grandes inversiones, redacciones o consejos editoriales no garantiza que lo publicado no sea una idiotez. Pero es cierto que antes de la web publicar no estaba al alcance de cualquier pelotudo. Sólo de algunos pelotudos.
Quienes escribían en blogs eran personas que tenían algún tipo de misión, ganas de decir algo, de seguir algún tema, de mostrarse en público, de iniciar conversaciones. Un blog, o una página web, respondía a algún propósito. Por más que el acceso era abierto, la actividad social que se generaba era de grupos más o menos reducidos, interesados en lo que los autores tenían para decir.
Poco después surgieron las “redes sociales”, que basaron su atractivo en la interacción que se generaba. Facebook se vendía como un lugar donde conectarse con amigos, Twitter como un “microblog” donde los autores se mezclaban.
Facebook en particular atrajo a un montón de gente que previamente no tenía presencia en la web. El mayor atractivo era que estaba la “gente común”, que no necesariamente tenía el menor interés en los aspectos técnicos. Se volvió esperable que fuera Facebook el lugar donde encontrarlos.
Pero Facebook tiene una diferencia crucial con los otros servicios: es un sistema cerrado. Podemos enviar un mail a cualquier dirección, porque el protocolo de e-mail es el mismo de los ’80. Aun cuando es dominado por un servicio en particular como Gmail, podemos conectarnos con cualquiera. Facebook no es así: para interactuar aunque sea un poquito, debemos hacernos un usuario y aceptar sus normas y funcionamiento.
Facebook nunca fue un sistema libre. Siempre tuvo cambios arbitrarios, al servicio de los intereses comerciales de la empresa, que pueden o no estar alineados con los de quienes usan el servicio. La experiencia siempre estuvo dictada por esas decisiones.
Un día apareció “el algoritmo”. Lo que uno veía dejó de estar determinado sólo por la gente que uno elegía ver, sino que era elegido por el sistema con algún criterio independiente de eso, nunca especificado y probablemente siempre cambiante. Facebook hacía todo lo posible para que uno viera ese feed en lugar del cronológico, e incluso cuando uno elegía este último, después de un par de semanas el sistema se hacía el boludo y reaparecía el algoritmo.
De pronto, mucha gente con la que uno quería comunicarse era sólo hallable dentro de un sistema donde el control no estaba en nuestras manos. Fue un cambio de paradigma gigante en la historia de la internet, pocos se dieron cuenta y a casi nadie le importó. Los que lo veíamos supimos que estábamos en manos de eso, y que no sólo no había mucha escapatoria, sino que la poca que había iba siendo cerrada paulatinamente.
Se podía, por ejemplo, ver en el perfil de Facebook la dirección de mail de una persona, si no se molestaba en ocultarla. De esa manera, si quería, podía comunicarse por fuera y prescindir del Facebook una vez contactados. Esto no podía quedar así, y un día en todos los perfiles apareció una dirección de mail distinta, fulano@facebook.com, que no tenía otro propósito que ocultar el mail real de las personas.
Esto podía desactivarse, pero ése es el gran secreto de las prácticas de cerrojo de Facebook y otras plataformas: la mayoría de la gente, sobre todo no técnica, no personaliza. Acepta lo que se le presenta, porque ni se entera de que tiene otras opciones, porque su atención está en otra cosa.
Aun hoy, todas las plataformas de Facebook son muy cerradas. Instagram tiene fobia a que uno haga algo fuera de Instagram. Sigue sin permitir links clickeables en los posts. Para los pocos que dejan existir toman la precaución de tener su propio navegador, de forma tal que uno nunca tenga que salir. Los perfiles públicos dejan ver unos pocos posteos sin estar logueado, y después cierran la puerta.
De todos los servicios de Facebook, el más abierto es WhatsApp. Pero es también un sistema cerrado. Es muy práctico y fácil, al punto que para ubicar a una persona es prácticamente obligatorio. La opción de no tenerlo existe, y es muy costosa: mucha gente asumirá que no nos puede contactar. Tengo un amigo que se niega obstinada y heroicamente a usarlo. Noto que hablo mucho menos con él que lo que querría.
WhatsApp funciona a partir del número de teléfono de alguien, y hace muchos años ofrecía la opción de llamar a un contacto por teléfono. Hasta que decidió que las llamadas tendrían que ser también a través de su propio servicio, y hoy esa opción no existe.
El WhatsApp no permite controlar la experiencia, o no todo lo que uno desearía. Su falta de personalización facilita toda clase de conductas molestas o invasivas. Las que me irritan a mí son el envío irrestricto de audios, los grupos descontrolados y eternos, la mezcla entre contactos laborales y personales (sólo evitable con un segundo teléfono), los estados difíciles de ignorar que me hacen enterar de en qué anda el plomero que vino a hacer un arreglo hace ocho años.
Lo que me molesta a mí no tiene que ser lo mismo que a otros. El asunto es que la experiencia está inevitablemente atada a las decisiones de la empresa que provee el servicio, sin que podamos hacer nada al respecto.
En todos estos casos, la única forma de salir es cambiar de plataforma. Pero no es posible, porque para eso tenemos que convencer a la gente con la que interactuamos de que se vaya también, y en general la gente se queda si no tiene grandes razones para irse. Hace años tengo instalada Signal, una de las alternativas que existen. No quiero obligar a nadie a usar WhatsApp para hablar conmigo, sin embargo nadie nunca me contactó por Signal. Y, por supuesto, aun si todos nos fuéramos, Signal podría desarrollar problemas similares.
Estar atrapado en un servicio es lo contrario del espíritu abierto de la internet. La idea es la libertad para conectarnos, la igualdad, la horizontalidad. Poder elegir con quién y cómo nos conectamos, y que eso no afecte a la forma en que se conectan los demás.
Lo teníamos y lo dejamos ir. Pero hay esperanzas. Mañana, en la próxima entrega, hablaremos sobre la luz al final del túnel.